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| Foto: El Diario de la Educación. | 
Interessant article sobre la pèrdua de la gestió democràtica dels centres públics escrit per la professora de secundària Guadalupe Jover per al Diario de la Educación. 
Hace ya un buen puñado de años, cuando empecé a dar mis primeros 
pasos como profesora de instituto, los claustros se celebraban en la 
biblioteca, nos sentábamos en círculo y todo en la vida escolar era 
objeto de debate. Hoy día los claustros se celebran en las salas de usos
 múltiples, reproducimos la disposición tradicional de las aulas -con 
sus filas de a uno y su mesa presidencial -, y no se dialoga apenas.
El uso del espacio importa. De hecho, el modo en que los 
interlocutores se sitúan en él es un buen indicador del tipo de 
comunicación que entre ellos se establece: más jerárquica o más 
democrática, más unidireccional o más participativa, más predeterminada o
 más abierta a la iniciativa de los hablantes. Un claustro, como casi 
cualquier situación comunicativa -desde una liturgia religiosa a una 
comida familiar- tiene sus ritos y sus rutinas, y está bien que así sea.
 Pero, ¿en qué momento dejamos de mirarnos las caras y hablar entre 
nosotros para pasar a mirar y hablar tan solo a quienes presiden el 
acto? ¿En qué momento pasamos de analizar, debatir y decidir, a ser 
meros receptores de información ya procesada?
Me cuesta recordar los nombres y los rostros de quienes fueron mis 
primeros directores. No he olvidado, sin embargo, los de aquellos 
colegas cuyas intervenciones en los claustros ensanchaban mi mirada 
sobre la educación hasta proyectarla más allá de las aulas; colegas de 
quienes aprendí que la educación es política, que cualquier decisión 
tiene implicaciones sociales y políticas, y que quienes las niegan son 
siempre quienes tienen la sartén por el mango (o carecen del más mínimo 
sentido crítico). Cuántas cartas, comunicados o reivindicaciones se 
gestaron entonces. Cuántas transformaciones tan lentas como medulares en
 lo que aún ni siquiera llamábamos proyecto educativo de centro salieron
 de ahí. El director -la directora- era entonces un primus inter pares,
 y nadie hablaba de profesionalizar la función directiva como nadie 
pretende hacerlo hoy en día con los decanos, los rectores o los 
alcaldes.
Jamás escuché entonces que lo que allí se dirimiera fuera la imagen 
del centro ni jamás se pronunció un posesivo: nuestro instituto. El 
compromiso era con la escuela toda, y tan acendrado estaba el sentido de
 lo público que cualquier colegio público, cualquier instituto, eran 
también los nuestros. Con frecuencia colaborábamos con ellos -o nos 
manifestábamos con ellos-. En los centros de profesorado -hoy 
tristemente desaparecidos en muchos territorios- nos formábamos todos 
juntos y teníamos la sensación de abordar con herramientas análogas los 
problemas comunes.
Cuánto han cambiado las cosas. En la Comunidad de Madrid, donde 
trabajo, los claustros hace tiempo que dejaron de ser foros de 
deliberación y debate. Se transmite información, se proyectan 
estadísticas y se acalla cualquier intervención alegando que “no es 
competencia del claustro”… o mirando el reloj con impaciencia.
Tantas movilizaciones hace apenas cinco años en defensa de la escuela
 pública y, en este escaso lapso de tiempo, la escuela pública ha pasado
 a ser gestionada -este es ahora el verbo- como una escuela privada. En 
las estadísticas lo que importa es quedar una décima por encima de los 
resultados de los otros centros de la localidad o de la Comunidad 
entera. Vano es advertir que ni en uno ni en otros superamos el 75% de 
los estudiantes que, habiendo llegado a 4º ESO -¡cuántos se nos 
perdieron por el camino!-, logran sacar el título de Secundaria. Inútil 
sugerir que indaguemos en las causas y tratemos de ponerles remedio, 
exigiendo de la Administración educativa los recursos que faltan -desde 
ratios y tiempos hasta profesionales de los departamentos de 
Orientación, sin cuya intervención gran parte de nuestro alumnado 
permanece en una situación de vulnerabilidad absoluta- y disponiéndonos 
como equipos docentes, como departamentos didácticos, como claustro de 
profesores, a ver en qué estamos fallando y en qué podemos mejorar. 
Porque no, el objetivo es otro. Mejorar en los rankings. El ranking por el ranking mismo.
Se aprueban sin apenas debate alguno -o contra la voluntad del 
claustro- los programas de bilingüismo, fuente de sangrante segregación 
dentro y fuera del centro; se pide la adhesión del instituto a cualquier
 iniciativa de la Administración que suponga poner “un sello de calidad”
 en la fachada del centro, por más que las prácticas cotidianas sigan 
siendo las mismas; se acepta el desembarco de cualquier empresa, banco o
 fundación que dé visibilidad al colegio o instituto en este mercado de 
la educación en que, al parecer, todos estamos llamados a competir. 
Pretender manifestar una reserva implica “poner el cuerpo” contra el 
sentir mayoritario, y de ahí es difícil salir indemne.
Sé que afortunadamente hay excepciones a este triste panorama que 
dibujo. Que hay claustros donde se dialoga de cuestiones pedagógicamente
 relevantes, donde se toma la iniciativa, donde se habla y se escucha. 
Sé también que hay directores que, aunque la LOMCE no los obligue a ser 
democráticos, son conscientes de que tampoco se lo prohíbe y que, por 
tanto, pueden seguir sometiendo la Programación General Anual, por poner
 un ejemplo, a la discusión y votación del claustro de profesores y del 
consejo escolar. Pero mucho me temo que son los menos. Sea como sea, 
mirémonos en ellos para no perder los restos de dignidad profesional que
 nos queda.